D.R.
EL INDIO FAKIR
“Y en lo profundo de la noche de aquel setiembre pampeano, se escuchaba lastimeramente:
-¡Desateménn, desateménn...! seguido de una dolida confesión, entre sollozos -¡Yo no soy el Indio Fakir...! ¡No lo soy...! Solo soy Gaitán, de Posse...!”.
El tragicómico final guardaba necesario correlato con un sucedido, entre tantos otros, que históricamente han dado entorno a la tradicional festividad anual que se desarrolla cada 24 de setiembre en la localidad del sudeste cordobés de Saladillo, con el sensible objeto de honrar a la virgen Nuestra Señora de la Merced, infalible protectora de las rudas tareas agrícola ganaderas que constituyen la principal economía de la región.
Es allí donde, con natural devoción, se entregan al voluntario sacrificio miles de caminantes, promesantes o no. Familias enteras acuden a nutrir su espíritu junto a quienes entienden que, el sagrado manto, también debe llegar a cubrirlos a ellos, a pesar que su fe está depositada en cuestiones mucho más terrenales.
Un sacerdote ora ante el altar de campaña, debiendo competir en absoluta disparidad de condiciones sonoras con el último de Trulalá o Sabroso. Un enano -y payaso-, vende llaveros con la imagen de la Venerada y de Maradona. En una carpa se ofrecen mil quinientas formas diferentes de tazas para llantas de autos. Al lado mismo se está entregando “el último dvd de miedo japonés que todavía no ha salido al circuito comercial”.
Dos guitarreros santafesinos compiten diestramente en ver quien ejecuta con mayor recogimiento “Quisiera ser tu sombra”. Una señorita se pasea, curiosamente, ataviada con largas botas plateadas y cortas faldas al tono, sin dejar de sonreír un instante.
Allí conviven tantas versiones de la vida que se da definitivamente por tierra aquello de que “sobre gustos no hay nada escrito”, todo, inundado bajo una estrecha niebla de olores a animales y vegetales, cocinados según las más diversas culturas y costumbres.
Así era que Eduardo, el guapo, capacitado y audaz narrador de la ocasión, había referido las andanzas-travesuras de un grupo de amigos que, aprovechándose de la inusitada cantidad de visitantes arribados desde todos los puntos de la provincia, intentaban obtener algún rédito extra invitando a los transeúntes fieles a ingresar al interior de un toldo, penosamente dispuesto en los alrededores de la capilla, donde un supuesto manosanta autodenominado “El Indio Fakir” les vislumbraría la bienaventuranza y la dicha perenne (nadie paga por malas noticias). Para lograr el efecto deseado, uno de los socios en el micro-emprendimiento, se encontraba caracterizado con una especie de púdico taparrabos, una buena dosis de pintura corporal y su esmirriado físico atado aparatosamente de pies y manos a una enorme rueda de carro campesino.
-¡Pasen y vean...señoras y señores, al increíble Indio Fakir! ¡Por un piadoso aporte a voluntad, les adivinará el pasado y el futuro! Indudablemente que, tal producción, cumplía las veces de eficaz imán ante los curiosos ojos de los dolientes-turistas.
Ocurrió –según la pormenorizada narrativa del orador furtivo- que el “negocio” rindió jugosos frutos mucho más pronto de lo esperado y los compinches encargados de atraer a las almas necesitadas de alivio, decidieron que su arrolladora sed presentaba mayor carácter de urgencia que la puesta en escena montada con tanto provecho.
Atendiendo a una verdad tan irreversible y añeja como el mundo, “seguro que cuando es menos oportuno, mucho más frescos están los porrones”, así resultó. Una botella trajo la otra y otra y, las horas se dejaron caer en amable y entretenido diálogo.
La fresca madrugada de la recién arribada primavera, localizó a los farristas en las dudosas comodidades del primer sitio baldío de las inmediaciones, totalmente desprovistos de conciencia, memoria y piedad por el amigo-actor. Bajo las estrellas, la letanía del prisionero, hecha arrepentimiento, intentaba conjurar el hechizo que le impedía poder escoger correctamente sus amistades.
Afirma la tradición oral, que la virgen que hoy venera Saladillo, vino desde España hacia América, cerca de 1700, traída por un militar hacia el Alto Perú.
Posteriormente, este militar, decidió localizarse en Córdoba. Mientras se trasladaba hacia el destino, fue asaltado por unos malhechores, lo que motivó que quienes formaban ese contingente imploraran con devoción a la virgen para que los proteja. Sus súplicas fueron escuchadas.
Cuenta la historia que, repentinamente, un trueno muy fuerte resonó sobre las cabalgaduras de los malandras, espantándolas. Los jinetes, luego de rodar por el piso, huyeron desesperadamente. (fuente: Internet)
