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bell ville setenta
Relatos de entrecasa y otros menesteres...
09 de Abril, 2007 · General

A LOS CINCO Y A LOS ONCE...

D.R. Todos los textos se encuentran protegidos. Reproducción citando fuente

A los cinco y a los once...

¡Que manera de correr en aquellos años!

   Me decía: 

   -Andate hasta el kiosquito de Pizzolitto y llevale este papelito bien envueltito, sin que se dé cuenta nadie. Se lo entregás en persona y le decís que te manda tu abuelita y que él ya sabe...!!

   La breve misiva no contenía ni versos, ni poemas, ni ruegos, ni órdenes. Extraños símbolos representaban un código indescifrable para mí, pero fácilmente deducible para los implicados, dada su innegable y manifiesta determinación y disimulo.

  Sin ánimo de intentar romper el halo de misterio en el que involuntariamente estaba yo atrapado, mi curiosidad de joven niño vulneraba los pactos más sanguíneos, cayendo en la tentación de espiar el contenido epistolar tan resguardado.

  Cero setenta y seis guión primera guión diez pesos

  Cero setenta y seis guión cinco guión cinco pesos

  Cero setenta y seis guión diez guión cinco pesos

   Y, luego de una breve pausa gráficamente diseñada, el manuscrito continuaba dos renglones más abajo.

  Setenta y seis guión primera guión cinco pesos

  Setenta y seis guión cinco guión cinco pesos

  Setenta y seis guión diez guión cinco pesos

   Luego de cumplido el sigiloso cometido, debía concentrarme en receptar y retener atentamente la respuesta del conjurado Pizzolitto  –Decile a la nona que son treinta y cinco, chau-

  De inmediato, debía abocarme al punto dos.

  -¡Pasá por la pizarra, fijate si hay algún muerto y acordate de mirarle la edad, no vayas a olvidarte !!

  Tan así había sonado la consigna, la que era ciertamente inexpugnable para cualquier ser humano, por más sagaz, idóneo y científico que fuera (lo que incluye hasta inteligencias extraterrenas) si no había sido nacido y criado en Bell Ville.

  Esto significaba pasar como al descuido por la céntrica calle Córdoba y mirar si estaba apoyada alguna pizarra negra en el preciso sitio donde, la extraña cultura local, aún en el presente, acostumbra anunciar públicamente sus queridos y recientes difuntos.

  Los que, se supone, son más conocidos para el grueso de la población, llevan acompañando a su correcta identificación, su cariñoso apodo: “Porota”, “Pancha”, “Pirinchín”, “Chingolera”; casi como un nombre artístico, sin ir más lejos.

  Por debajo del doloroso encabezado y por encima del lugar de velorio y hora de inhumación, se encuentra el dato preciado; la edad.

  Este mensaje, expresado en arábigos números, provoca el verdadero motivo de detenimiento de los transeúntes ante el anuncio-homenaje. Allí se bifurcan los caminos. Unos arrastran similar cometido que mi concreto mandato abuelar , otros, curiosean para develar un misterio, quizá ocultado celosamente durante, claro, toda una vida.  

  En mi caso, lo que yo en realidad conseguía, era material inestimable para mi abuela; mineral  en bruto, argumento, guión y libreto imprescindibles para armar la infalible martingala del día siguiente, la jugada perfecta, la clave del éxito seguro.

...................................................................................................................

   ¡Que manera de correr en aquellos años!

  La idea era terminar cuanto antes con semejantes obligaciones cotidianas y poder lograr el transcurso de la tarde libre, a los fines de dedicárselo por entero a los caprichos del corazón. Órgano que, a pesar de sus once noveles años, ya sabía del desvelo y la agonía por el exceso de querer.

  En síntesis, se llamaba Rebeca y yo no necesitaba llamarla porque ella aparecía sola.

  La culpa de haber caído en sus redes la había tenido un dichoso pic- nic de la primaria en donde, la dictadura de las mayorías, siempre insiste en jugar a la botella, verdad o consecuencia y a todas esas cosas comprometedoras.

   Se sabe, miradita va, miradita viene, que el beso en la mejilla, que la caricia en el pelo, que todo el mundo te empieza a cargar y vos que te querés pelear con la escuela entera...

  Cuando yo pensaba que solamente se trataba de un romance pasajero; ocurrió que al lunes siguiente, ni bien toca el timbre, se me arrima; toda melosa, me llama por mi real nombre de pila -y no por el archisabido y cruel sobrenombre escolar- y vuelve a generar la reina madre de todas las burlas y jolgorio.

  Eso no fue nada; simultáneamente, mientras yo me encontraba disputando esos duros partidos a cara de perro en La Guardería, la canchita del barrio; ella que volvía a materializarse con la mejor de las sonrisas, preguntando por mí a diestra y siniestra. Era el colmo de la omnipresencia. Eran varias, se me ocurría sospechar...

  Otro dato, para que obre a mi favor.

  Domingo, tipo tres y cuarto de la tarde en casa. Timbre o llamador, según se ofreciera; la niña, de punta en blanco como para ir al matinée, otra vez el muestrario de sonrisas... y había que ir, nomás.

  No, pero no era fea, ¡que iba a ser fea, no señor...!! Como se diría ahora, tenía de todo, “estaba un kilo”. Era, debo reconocerlo a la distancia...linda.

  Fuimos juntos al viaje de estudios de sexto grado, en un colectivo de Pretti. Recorrimos asombrados muchos lugares deslumbrantes, por ahí nos tomábamos de la mano, ya sin preocuparnos demasiado por los pocos que aún nos fastidiaban; y la pareja se consolidaba conforme el conocimiento mutuo se solidificaba.

  Se consolidó hasta que Rebeca conoció otro tipo más maduro, más petitero, y ya no apareció más por la canchita.

  ¡Bah!, a mi entonces no me importó tanto...

  Ahora me importa, que me estoy acordando de mi abuela y de Rebeca.

 

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publicado por davidpico07 a las 18:11 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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Los textos que se publican a continuación son parte de una serie de relatos editados en el semanario Tribuna de la ciudad de Bell Ville (Cba. Arg.)bajo el título de "Del interior del Interior", durante los años 2006/2007.
Todos los títulos son de propiedad del autor David Picolomini.
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