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Relatos de entrecasa y otros menesteres...
09 de Abril, 2007 · General

BAZAR DE LA ILUSIÓN

D.R.

 

Bazar de la Ilusión

 

A mediados de los sesenta, a eso de los siete u ocho junios de dura escarcha y sabañones, uno solía alucinarse con las miles de imágenes dibujadas por los más maravillosos manipuladores de sueños que se podían conseguir por esta comarca y su vasta zona de influencia.

  Algunos, en carácter de tío, te relataban, con lujo de detalles, que existían unos yanquis que habían armado una ciudad entera donde los habían llevado a vivir al pato Donald y al ratón Mickey y a Dippy y a la pata Margarita, con sus hijos no reconocidos Huguito, Dieguito y Luisito. También ponderaban la mansión con sus depósitos llenos de monedas de oro que le habían levantado al tío Patilludo. Yo desfallecía por anoticiarme si, además, habían reservado un gabinete apropiado para los inventos de Pardal y su asistente Lamparita.

  Otros, afectos indisimuladamente a las emociones más violentas, no cesaban en su cometido cotidiano de narrarnos pormenorizadamente las aventuras del Llanero  Solitario, el que no era tan solitario, puesto que no se despegaba del parco y obsecuente indio Toro y su fiel caballo Plata (que si se llamaba Plata, nunca sabré por qué venía disparando cuando su dueño le gritaba ¡ Aiuú, Silver!)

  También, en ese mismo rubro y/o profesión, recibíamos dosis cotidianas de Roy Rogers o Red Rider (un colorado que cuando tiraba un tiro de Winchester, volteaba cuatro indios, un renegado, dos malhechores con la cara de Lee Van Cleef y un mexicanito que pasaba por casualidad).

  Ni que hablar cuando los hermanos mayores, los amigos de esos mismos hermanos, o vecinos malintencionados, te inventaban morbosas experiencias -por ellos supuestamente observadas- en alguna función de cine de viernes por la noche en el Rex o en el Cervantes (a las que don Geniol les vedaba el acceso a los changos de pantalón cortito).

  En esas épicas veladas, la sangre, la brutalidad, la violencia, el desprecio por la vida ajena, el sexo desenfrenado y todas las demás porquerías, se mostraban vívidamente sin censura, conforme al relato de esos bolaceros que nunca llegaron a verle ni un tobillo a la tanita Ida Galli, cuando trabajó con Giuliano Gemma en Un dólar Marcado.

  Bien, por todo lo expuesto, se puede fácilmente deducir que la pibada de nuestro barrio vivía prácticamente de ilusiones y que la vida real era puro cuento en aquellos entonces.

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  Pues no, para la calma de los pequeños espíritus infantiles habitantes del convulsionado mundo de los sesenta, tenía razón de existir un sitio mágico y misterioso al alcance de la mano de cualquier vástago bellvillense. El Bazar Colón.

  Alguien había estado muy sagaz en localizar semejante castillo medieval en una esquina clave donde los chicos pudieran estar al tanto de las últimas primicias en materia de juguetes, atracciones  y todo tipo de juegos de habilidad e ingenio. 

  Sus interminables y sonoros pisos de europea pinotea, atraían los vacilantes pasos número treinta y seis, hacia la inmensidad de sus paredes tapizadas en cartones duros y celofanes multicolores conteniendo la felicidad misma, versión Scolaro.

  Por debajo, sobre estanterías, la confusión, el caos y el regocijo hacían causa común para acelerar la actividad eléctrica de los corazones en rodaje. Era simplemente zambullirse entre cajas y bolsas para descubrir una pelota Pulpo número cuatro, hecha en dura goma roja rayada oblicuamente. La número uno, tres medidas más chica, era la que exigía legal y legítimamente el Ministerio de Educación para jugar en los recreos en la Normal.

  Metegoles de River y Boca de madera torneada, caretas de cartón de Batman o de payaso, autitos de lata que con una palanquita caminaban solos tres o cuatro metros; triciclos de caño reforzado con pedales de madera; baleros barnizados con piolín del grueso; yo-yo que no volvían nunca y calcamonías que se despegaban en un platito con agua tibia.

  Soldaditos de plástico duro, en varias posiciones, en color verde Vietnam; indios Cheyennes o Sioux, según se viera; marineros de azul, marineros de blanco, todos armados hasta los dientes. Conbóis de a pié, de a caballo, con caballo y todo, y en varias tonalidades; completaban los planteles, que uno acarreaba de a bolsadas de papel madera (nunca PVC), con la yapa de tener que salir por la San Martín o la Pío Angulo, con los ojitos cargados de lágrimas, en las inmediaciones del desmayo.

  Para las niñas, el Bazar Colón les reservaba toda la galería menos pensada de muñecas articuladas; con lo más actual que se pudiera hallar en materia de vestimenta y accesorios. Juegos de té, de doctora, de madre hacendosa o de maestra ciruela, se desparramaban ante nuestro desprecio e ignorancia hombruna, como correspondía a nuestra condición.

  Cuando un ocasional dependiente era interrogado sobre tal o cual artículo, novedoso o no; de inmediato el empleado mencionaba “en depósito...”y solícitamente partía hacia las profundidades del bajofondo del universo-bazar, a procurar la obtención del preciado bien. Uno, desde la más corta de las edades y la más extensa de las imaginaciones, intuía que debajo de esos maderos se erguía la madre de todas las fábricas jugueteriles del planeta. Allí, desde los enanitos de Blancanieves, a los empleados de la Sargo, todos comulgaban en sus tareas para producir lo que pidiera cualquier pibe, a cualquier hora del año.

  Muchísimos años después, pude constatar personalmente que, allí abajo, en esa realidad cuasi-paralela, se encontraba un breve sótano que solo contenía importantes cantidades de espirituosas bebidas para señores mayores...

  Mi único abuelo, mi único padre; un duro trabajador rural jubilado por la tecnificación agraria; cada vez que pasaba por el Banco Nación para retirar un sobre con la limosna oficial reglamentaria con que se agasaja a los ancianos en el granero del mundo; me guiaba de la mano, como al descuido, hacia el Bazar Colón, para que “el nieto pueda elegir algo económico...”. Luego, ambos continuábamos viaje, impulsados por su premura por cancelar el fiado del almacén, antes que cualquier otra cosa.

     

 

 

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publicado por davidpico07 a las 18:46 · Sin comentarios  ·  Recomendar
 
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Los textos que se publican a continuación son parte de una serie de relatos editados en el semanario Tribuna de la ciudad de Bell Ville (Cba. Arg.)bajo el título de "Del interior del Interior", durante los años 2006/2007.
Todos los títulos son de propiedad del autor David Picolomini.
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